“Hay un tipo de legisladores para los que no es bastante que yo no haga lo que disgusta a mi vecino, sino que imponen que me guste lo que le gusta a mi vecino”. (G. K. Chesterton)
¡¡¡Buenos días!!!
Aunque tenemos la suerte de vivir en
Europa y, se supone que tenemos asimilado el concepto de la democracia, no por
eso debemos de olvidarnos de repasarlo de vez en cuando, es más, lo debemos repensar
continuamente.
Ya sé que todos nosotros no podríamos
entender una democracia en la que se intentará aplastar, al contrario. Lo
tenemos claro: la democracia es una convivencia que tiene en cuenta nuestras
diferencias, pero buscando siempre el bien común.
Es decir: una vez que se sabe el resultado de
las elecciones, con todo ese desgaste que se ha producido, precisamente, en
todo lo que tenemos de diferente y nos separa, es la hora de que nos encontremos en
lo que nos concierne, para ir construyendo lo que tenemos en común. No hemos
entregado nuestra soberanía al votar en unas elecciones, sino que hemos cedido
su representación para poder mirarnos a los ojos sin rencores. Nuestros votos,
los votos en una democracia verdadera nunca deben servir para someter a los
otros, a los que son diferentes. Y, además, son necesarias varias cosas:
respetar el Estado de derecho y el principio de legalidad no es importante,
sino indispensable. La igualdad real ante la ley, y saber que debemos
respetarla. Y sin igualdad real ante la ley, sin principio de legalidad y sin
Estado de derecho, nunca existirá la libertad.
Hay
que volver a recordar que la libertad no es, ni puede ser, un campo sin vallas:
la libertad se mueve entre las empalizadas razonables del derecho del otro. Es
decir: mi libertad termina justo donde comienza tu derecho. Y si el conflicto
se pone muy difícil entre ambos bienes jurídicos, para eso tenemos el Tribunal
Constitucional, suponiendo que no esté intervenido -o sea, cautivo- y sea
independiente.
La libertad, la verdadera libertad no es
la anarquía, sino una obediencia al principio de legalidad, que es lo que nos
ofrece verdadera seguridad jurídica. Seguridad jurídica, por si alguien tiene
duda, es que puedes estar tranquilamente en tu hogar precisamente porque sabes
que es tu casa, y nadie tiene derecho a que deje de serlo. Cierras la puerta
con la tranquilidad de que, si alguien intenta vulnerar tu propiedad, el Estado
y la legalidad estarán de tu parte.
De ahí que lo contrario de la libertad,
con el Estado de derecho, es la arbitrariedad: que, en las mismas
circunstancias, alguien con poder pudiera decidir cuando tienes derecho a
seguir en tu casa y cuando no, basándose en su propia conveniencia. Por eso, lo
que llamamos libertad total – o lo que es lo mismo, la anarquía- no tiene
sentido fuera de la imaginación: es un fraude para que alguien decida por ti lo
que te viene bien y lo que no, a qué tienes derecho y a qué no. Y, cada vez que
alguien intente deslegitimar o usurpar el principio de legalidad que te protege
de cualquier abuso de poder, aunque utilice todos los medios a su alcance para
convencerte, por muy convincentes que sean, de que lo hace por ti, no lo dudes
nunca: lo único que busca es ocupar todo tu derecho, y quedarse con él.
Lo peor que puede hacer un Gobierno democrático
en una democracia no es sólo no decir que está dispuesto a gobernar para todos,
tanto lo que lo han votado como los que no, sino que el presidente de ese Gobierno
deje claro en su primer discurso que está decidido a lo contrario. Según mi
forma de ver la democracia, una persona es muy libre de presentarse a unas elecciones
pensando únicamente en sus posibles electores, pero si consigue presidir un
Gobierno debe dejarnos siempre claro que el gobierno lo ejerce para todos. Lo
contrario es abrir una grieta dentro de la sociedad, con un temblor que puede
acabar mal.
Resulta que cuando cedemos la
representación de nuestra soberanía en unas elecciones lo hemos hecho todos, no
solamente aquellos que piensan como el partido que ha sumado más votos, no
solamente aquellos que han dado a ese partido su voto o que lo han entregado a
una formación sabiendo que después se uniría a otras. Un discurso electoral
puede ser frentista, pero el de investidura no puede serlo nunca; porque
moralmente, como presidente del Gobierno, se debe a todos. Por eso su
obligación es asegurarnos que, por encima de las diferencias, se compromete a
gobernar no sólo a todos, sino para todos.
Porque, sí parece claro que un Gobierno
va a dedicarse solo a gobernar para sus adeptos, la fractura social está
garantizada, y eso nos coloca en una tesitura mucho más cerca de una dictadura
encubierta, aunque tenga el refrendo de los votos.
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