“Los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos” (G. K. Chesterton)
Segunda salida con la Digerve, vamos acumulando kilómetros
con ella mientras nos llegan los portabultos y la terminamos de vestir. Vamos cogiéndole
el tacto a los frenos, a su forma de ser y de comportarse en las bajadas, y por
lugares sinuosos. Pues cada bicicleta tiene su personalidad o mejor dicho sus características
particulares.
A la vez estamos preparando las próximas excursiones y ultimando
los objetivos para el próximo año, a ver si por causalidad llegamos a cumplir
alguno.
Por lo general, en nuestra vida, programamos planes y
proyectos que nos llenan de ilusión y nos permiten pasar el día a día con
interés, pensando que, de lograrlos, vamos a encontrar nuestra felicidad. Nos
esforzamos y trabajamos para ellos y por conseguir aquello que se ha convertido
en la meta de nuestra vida. Pero tenemos la experiencia de que, una vez
alcanzadas esas metas, tenemos que volver a comenzar siempre de nuevo.
Justamente en el momento en que conseguimos nuestro propósito,
nuestra experiencia nos dice que esa meta no nos va a llenar del todo; hemos
conseguido mucho sí, pero tenemos que comenzar de nuevo. Experimentamos la
sensación de que todo lo que conseguimos termina y sufrimos por ello una insatisfacción
continua que hace que nuestra vida se encuentre siempre en tensión sin poder
lograr nunca un descanso definitivo. Sentimos por ello una sed imperiosa de
más, inapagable, una sed, en definitiva, de infinito. Este es el hecho. Somos
más felices por lo que deseamos que por lo que poseemos. Nuestros sueños son
siempre sueños de infinito, de algo que no se debería de terminar nunca, pero
en realidad, nuestros logros son finitos, se terminan.
¿Cuántas veces hemos experimentado esto? cuanto más
avanza nuestra vida en más ocasiones lo hemos sentido, y esto hace que un día
nos planteemos el problema de nuestra felicidad en términos de infinito, en
términos de que está más allá de los límites naturales. A un animal no le
ocurre eso. Un animal es feliz en cuanto se le cubran las necesidades de
alimento. Ahí termina su vida. Pero nosotros no somos así; hemos satisfecho
nuestras necesidades de alimento y de bienestar, al menos en Europa, y nos
planteamos el problema de la felicidad en términos aún más trágicos: justamente
ahora que hemos conseguido el bienestar material, nos surge la sensación del
sin sentido y de vacío de la vida con mayor fuerza que en las personas de
siglos anteriores, diría más de los hombres primitivos. ¿Es feliz el hombre
hoy?
Pero, aparte de esta sed de infinito, tenemos otra
tendencia de la que no podemos prescindir. Cuando éramos jóvenes, soñábamos con
dedicarnos a hacer un mundo mejor, a hacer felices a los demás. Nos dijimos una
y mil veces que nuestra vida iba a merecer la pena, que no iba a ser una del
montón, que íbamos a cambiar el mundo. Soñábamos con hacer cosas maravillosas,
espectaculares, etc.
Pero ocurre en la vida que, inmediatamente que tomamos
conciencia de lo que queremos de ella, vamos experimentando desengaños, desengaños
por un amigo que nos defrauda, desengaño al comprobar que todo el mundo va a lo
suyo. Y entonces puede aparecer en nuestra vida la decepción y puede ocurrir
que, renunciemos a nuestros ideales, que nos repleguemos sobre nosotros mismos
para buscar egoístamente el placer y comprar la felicidad con todos los
recursos que nuestra sociedad nos da. Intentamos entonces de comprar la
felicidad.
Ahora bien, por ese camino, tenemos que darnos cuenta de
que no vamos a ser felices, lo tendremos todo desde el punto de vista material,
pero al precio de haber olvidado los ideales nobles de nuestra juventud. Y la
felicidad no se compra. Hemos renunciado a lo mejor de nosotros mismos, y
cuando nos damos cuenta, tenemos que confesarnos que nuestra vida está vacía. ¿Y
qué hacemos cuando sospechamos de nuestro vacío interior? No tenemos más remedio que decidir dejar de
pensar, para no encontrarnos con nuestro propio vacío, viviendo de las
satisfacciones inmediatas. No queremos hacernos las grandes preguntas de la
vida por no encontrarnos con nuestro vacío interior.
Necesitamos una razón para vivir, una razón para sufrir,
una razón para dar lo mejor de nosotros mismos, una razón para morir. Es así, y
cuando no tenemos esa razón, no nos sentimos bien, nos sentimos enfermos de esa
enfermedad tan peligrosa y común que es la angustia, ese inmenso vacío que
llevamos dentro que nos lleva a querer comprar la felicidad con cosas que
sabemos que se van a terminar.
Es el interrogante por el sentido de la vida. Pero al
hacernos de verdad esa pregunta nos damos cuenta de que ese interrogante se amplía,
se hace todavía mayor, cuando constatamos que en este mundo vence
frecuentemente el mal. ¿Cómo puedo encontrar una respuesta, si el mal y el
sufrimiento parecen tener la última palabra? El problema del mal será siempre
un problema actual, por lo menos para el que lo padece de forma implacable y
constante. Y llegados aquí, nos damos cuenta de que el problema del mal se les
plantea a aquellos que creemos en Dios, porque, no se explica cómo lo permite.
Para el agnóstico existe una respuesta: el mal es el fruto de que las leyes físicas
afectan al hombre causándole a veces daños irreparables, es el fruto de la mala
voluntad de los hombres, etc. Siempre hay una causa que produce el mal, y el
que es agnóstico, ahí encuentra la última palabra. Pero el creyente levanta su
voz a Dios: ¿por qué permites eso?
El hombre siempre se preguntará cuál es el misterio del
mal y cuál es su respuesta definitiva. ¿Tiene sentido la vida cuando a veces
triunfa el mal sobre el bien?
Además, nos encontramos finalmente con una cosa cierta, una
certeza de la que no nos podemos liberar: la certeza de nuestra muerte, la
certeza de un fin que acabará con todas nuestras ilusiones. Y, en verdad, no
nos podemos resignar al hecho de morir, porque esto es algo que destroza y
entierra nuestra necesidad permanente de felicidad.
Sin embargo, del hecho, de que tendamos al infinito, a la
felicidad infinita, no se deduce que esta exista. De nuestro deseo de felicidad,
de nuestro deseo poder alcanzar ese fin último, no se deduce que objetivamente
exista.
Sin embargo, es cierto que este deseo es real y que
desempeña un papel importante a la hora de plantearse el problema de su existencia,
así como tenemos la experiencia que en este mundo frecuentemente no hay justicia,
y el que hace las cosas bien muchas veces no es premiado por sus méritos, y
sentimos el deseo de que debe existir una justicia real. Del deseo de justicia
no sigue necesariamente la existencia de tal justicia.
Es decir que, con esto solo hemos creado el interrogante
sobre la existencia de la felicidad y de la justicia, no como prueba de su
existencia. Nos sirve para que nos planteemos el problema. Es un interrogante
que permanece abierto y que hay que cerrar.
¿Se puede cerrar? Creo que sí, aunque por otro camino que
no vamos a recorrer hoy. Es otra historia que merece la pena que sea contada y
explicada en otra ocasión.
Buenos días.
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