miércoles, 4 de agosto de 2021

Etapa 27, miércoles 4 e agosto de 2021.

Hoy no me he movido de Langogne, el tiempo meteorológico no esta de acuerdo con mi forma de entender agosto.

He pasado parte de la jornada en convertir el día de mañana en algo romántico, incluso con sol y temperatura por encima de los 20 grados, y leyendo uno de los libros que me he traído para estos momentos. Por cierto, son tres y en formato “kindle”, que no estamos para añadir peso.

Esto quiere decir que la “entrada” de hoy será larga pues tengo tiempo, llueve y hace frio, aunque aquí en la terraza del bar y junto a la estufa no hay ningún problema. Así que los “atrevidos” que tengan paciencia, como siempre.

Esta afición de convertir el día de mañana, como estoy haciendo ahora mismo, en algo maravilloso es una costumbre bastante nueva.

Parece ser que nos hemos propuesto no aclarar lo que ha ocurrido y nos disponemos, con una especie de bienestar, a decir lo que va a pasar, lo cual es (sin duda) mucho más fácil.  

No hay duda de que esta forma de actuar tiene elementos encantadores; hay algo ingenioso, aunque excéntrico, en querer librar batallas que aún no han tenido lugar.

Un hombre adelantado a su tiempo es una frase muy normal pero una época adelantada a su tiempo es una cosa realmente extraña.

Tras haber tenido en cuenta ese inofensivo elemento de poesía bastante humano que este hecho encierra, hay que decir aquí que ese culto al futuro no es sólo una debilidad, sino una cobardía de nuestros días.

El pensamiento moderno se ve forzado a ir hacia el futuro con cierto cansancio, no exento de miedo, con el que contempla el pasado. Y el motivo que lo impulsa hacia adelante tan alegremente no es una preocupación por el futuro. El futuro no existe, porque aún es futuro. Es más bien un miedo al pasado; un miedo no sólo del mal en el pasado, sino también del bien en el pasado.

Es cómo si nos sintiéramos oprimidos por la insoportable virtud de la humanidad. Ha habido demasiados hechos gloriosos que no podemos abarcar; demasiados heroísmos que no podemos imitar; demasiadas actuaciones que nos parecen al tiempo sublimes y patéticas. Tengo la impresión de que el futuro se ve como un refugio en nuestra competición con nuestros antepasados.

Es como si el futuro fuese o es un papel en blanco en el que cada uno puede escribir con letras todo lo grandes que quiera lo que se le pase por la imaginación, y el pasado ya tiene escrito ese papel con nombres que ya ni se recuerdan, como Platón, Isaías, Shakespeare, Miguel Ángel, Napoleón.

Puedo hacer el futuro tan estrecho como yo mismo; el pasado está obligado a ser tan ancho y turbulento como la humanidad. Y el resultado de esta moderna actitud es realmente el siguiente: los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven a poner en práctica viejos ideales.

Miran hacia delante con entusiasmo porque les da miedo mirar hacia atrás. Pero en la historia no hay revolución que no sea una restauración. Entre las muchas cosas que me confunden acerca de la moderna costumbre de fijar la vista en el futuro, ninguna es más fuerte que ésta: todos los personajes de la historia que han hecho algo de cara al futuro tenían la vista fija en el pasado. No necesito mencionar el Renacimiento; la mera palabra ya demuestra lo que digo. La originalidad de Miguel Ángel y de Shakespeare nació con el descubrimiento de viejas vasijas y manuscritos. Y ahora tengo la impresión que no se quiere mirar atrás.

Pero hay un rasgo en el pasado que desafía y deprime mucho más a los modernos que todos los demás y los conduce hacia ese futuro sin rasgos definidos. Me refiero a la presencia en el pasado de grandes ideales, no cumplidos y a veces abandonados. La visión de esos espléndidos fracasos resulta melancólica para una generación inquieta y bastante morbosa; mantienen una extraña reserva respecto a ella, llegando a veces a guardar un poco de escrupuloso silencio. La mantienen totalmente al margen de sus periódicos y casi totalmente fuera de sus libros de historia.



Por ejemplo, a menudo nos dirán (al alabar la época que viene) que estamos avanzando hacia unos Estados Unidos de Europa. Pero cuidadosamente evitan decirnos que nos estamos alejando de unos Estados Unidos de Europa, que semejante cosa existía literalmente en tiempos romanos y sobre todo medievales. Nunca admiten que los odios internacionales (que ellos llaman «bárbaros») son en realidad muy recientes, la mera descomposición del Sacro Imperio Romano. O bien nos dirán que va a haber una revolución social, un gran alzamiento de los pobres contra los ricos; pero nunca insistirán en que Francia llevó a cabo aquel magnífico intento sin ayuda y que nosotros y el resto del mundo permitimos que fracasara y se olvidara.

Afirmo claramente que nada está tan patente en la escritura moderna como la predicción de semejantes ideales en el futuro, unida al hecho de haberlos ignorado en el pasado.

Cualquiera puede comprobarlo por sí mismo. Léanse treinta o cuarenta páginas de cualquier panfleto que llame a la paz en Europa y véase cuántos alaban a los antiguos papas o emperadores por haber mantenido la paz en Europa. Léase cualquier puñado de ensayos y poemas en alabanza de la socialdemocracia, y véanse cuántos de ellos alaban a los viejos jacobinos que crearon la democracia y murieron por ella. Esas ruinas colosales son para el moderno sólo enormes monstruosidades. Él mira hacia atrás, hacia el valle del pasado, y ve una perspectiva de espléndidas pero inacabadas ciudades. Están inacabadas, no siempre por enemistad o accidente, sino a menudo por inconstancia, fatiga mental y vehemente deseo de filosofías ajenas.

No sólo hemos dejado sin hacer las cosas que deberíamos haber hecho, sino que incluso hemos dejado sin hacer las cosas que queríamos hacer.

Pedimos cosas nuevas porque no se nos permite pedir cosas antiguas. Esta postura general se basa en la idea de que hemos conseguido todo lo bueno que se podía conseguir de las ideas del pasado. Pero no hemos sacado de ellas todo lo que de bueno contienen, y quizás, en este momento, no estemos sacando nada. Y aquí la necesidad es una necesidad de libertad total, tanto para la restauración como para la revolución.

Se suele leer acerca del valor o de la audacia con la que algún nuevo político ataca a una vieja tiranía o a una anticuada superstición. No hay en realidad valor alguno cuando se atacan cosas viejas o anticuadas, como no lo hay en ofrecerse a atacar a nuestra abuela. El hombre realmente valiente es el que desafía a tiranías jóvenes como la mañana y frescas como las flores. El único librepensador auténtico es aquel cuyo intelecto está tan liberado del futuro como del pasado. Se preocupa tan poco de lo que será como de lo que ha sido; se preocupa sólo por lo que debería ser.

 En fin, lo dejo, pues si continuo leyendo a Chesterton y resumiendo lo que dice no terminaría.

P.D.: Parece que al final el día se esta arreglando, veremos mañana.

Buenas noches.

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