Hoy no me he movido de Langogne, el tiempo meteorológico no esta de acuerdo con mi forma de entender agosto.
He
pasado parte de la jornada en convertir el día de mañana en algo romántico,
incluso con sol y temperatura por encima de los 20 grados, y leyendo uno de los
libros que me he traído para estos momentos. Por cierto, son tres y en formato “kindle”,
que no estamos para añadir peso.
Esto
quiere decir que la “entrada” de hoy será larga pues tengo tiempo, llueve y
hace frio, aunque aquí en la terraza del bar y junto a la estufa no hay ningún
problema. Así que los “atrevidos” que tengan paciencia, como siempre.
Esta
afición de convertir el día de mañana, como estoy haciendo ahora mismo, en algo
maravilloso es una costumbre bastante nueva.
Parece
ser que nos hemos propuesto no aclarar lo que ha ocurrido y nos disponemos, con
una especie de bienestar, a decir lo que va a pasar, lo cual es (sin duda)
mucho más fácil.
No
hay duda de que esta forma de actuar tiene elementos encantadores; hay algo
ingenioso, aunque excéntrico, en querer librar batallas que aún no han tenido
lugar.
Un
hombre adelantado a su tiempo es una frase muy normal pero una época adelantada
a su tiempo es una cosa realmente extraña.
Tras
haber tenido en cuenta ese inofensivo elemento de poesía bastante humano que
este hecho encierra, hay que decir aquí que ese culto al futuro no es sólo una
debilidad, sino una cobardía de nuestros días.
El
pensamiento moderno se ve forzado a ir hacia el futuro con cierto cansancio, no
exento de miedo, con el que contempla el pasado. Y el motivo que lo impulsa
hacia adelante tan alegremente no es una preocupación por el futuro. El futuro
no existe, porque aún es futuro. Es más bien un miedo al pasado; un miedo no
sólo del mal en el pasado, sino también del bien en el pasado.
Es
cómo si nos sintiéramos oprimidos por la insoportable virtud de la humanidad.
Ha habido demasiados hechos gloriosos que no podemos abarcar; demasiados heroísmos
que no podemos imitar; demasiadas actuaciones que nos parecen al tiempo
sublimes y patéticas. Tengo la impresión de que el futuro se ve como un refugio
en nuestra competición con nuestros antepasados.
Es
como si el futuro fuese o es un papel en blanco en el que cada uno puede
escribir con letras todo lo grandes que quiera lo que se le pase por la imaginación,
y el pasado ya tiene escrito ese papel con nombres que ya ni se recuerdan, como
Platón, Isaías,
Shakespeare, Miguel Ángel, Napoleón.
Puedo hacer el futuro tan estrecho como yo mismo;
el pasado está obligado a ser tan ancho y turbulento como la humanidad. Y el
resultado de esta moderna actitud es realmente el siguiente: los hombres
inventan nuevos ideales porque no se atreven a poner en práctica viejos
ideales.
Miran hacia delante con entusiasmo porque les da
miedo mirar hacia atrás. Pero en la historia no hay revolución que no sea una
restauración. Entre las muchas cosas que me confunden acerca de la moderna
costumbre de fijar la vista en el futuro, ninguna es más fuerte que ésta: todos
los personajes de la historia que han hecho algo de cara al futuro tenían la
vista fija en el pasado. No necesito mencionar el Renacimiento; la mera palabra
ya demuestra lo que digo. La originalidad de Miguel Ángel y de Shakespeare
nació con el descubrimiento de viejas vasijas y manuscritos. Y ahora tengo la
impresión que no se quiere mirar atrás.
Pero hay un rasgo en el pasado que desafía y
deprime mucho más a los modernos que todos los demás y los conduce hacia ese
futuro sin rasgos definidos. Me refiero a la presencia en el pasado de grandes
ideales, no cumplidos y a veces abandonados. La visión de esos espléndidos
fracasos resulta melancólica para una generación inquieta y bastante morbosa; mantienen
una extraña reserva respecto a ella, llegando a veces a guardar un poco de escrupuloso
silencio. La mantienen totalmente al margen de sus periódicos y casi totalmente
fuera de sus libros de historia.
Por ejemplo, a menudo nos dirán (al alabar la época
que viene) que estamos avanzando hacia unos Estados Unidos de Europa. Pero
cuidadosamente evitan decirnos que nos estamos alejando de unos Estados Unidos
de Europa, que semejante cosa existía literalmente en tiempos romanos y sobre
todo medievales. Nunca admiten que los odios internacionales (que ellos llaman
«bárbaros») son en realidad muy recientes, la mera descomposición del Sacro
Imperio Romano. O bien nos dirán que va a haber una revolución social, un gran
alzamiento de los pobres contra los ricos; pero nunca insistirán en que Francia
llevó a cabo aquel magnífico intento sin ayuda y que nosotros y el resto del
mundo permitimos que fracasara y se olvidara.
Afirmo claramente que nada está tan patente en la
escritura moderna como la predicción de semejantes ideales en el futuro, unida
al hecho de haberlos ignorado en el pasado.
Cualquiera puede comprobarlo por sí mismo. Léanse
treinta o cuarenta páginas de cualquier panfleto que llame a la paz en Europa y
véase cuántos alaban a los antiguos papas o emperadores por haber mantenido la
paz en Europa. Léase cualquier puñado de ensayos y poemas en alabanza de la
socialdemocracia, y véanse cuántos de ellos alaban a los viejos jacobinos que
crearon la democracia y murieron por ella. Esas ruinas colosales son para el
moderno sólo enormes monstruosidades. Él mira hacia atrás, hacia el valle del
pasado, y ve una perspectiva de espléndidas pero inacabadas ciudades. Están
inacabadas, no siempre por enemistad o accidente, sino a menudo por
inconstancia, fatiga mental y vehemente deseo de filosofías ajenas.
No sólo hemos dejado sin hacer las cosas que
deberíamos haber hecho, sino que incluso hemos dejado sin hacer las cosas que
queríamos hacer.
Pedimos cosas nuevas porque no se nos permite pedir
cosas antiguas. Esta postura general se basa en la idea de que hemos conseguido
todo lo bueno que se podía conseguir de las ideas del pasado. Pero no hemos
sacado de ellas todo lo que de bueno contienen, y quizás, en este momento, no
estemos sacando nada. Y aquí la necesidad es una necesidad de libertad total,
tanto para la restauración como para la revolución.
Se suele leer acerca del valor o de la audacia con
la que algún nuevo político ataca a una vieja tiranía o a una anticuada
superstición. No hay en realidad valor alguno cuando se atacan cosas viejas o
anticuadas, como no lo hay en ofrecerse a atacar a nuestra abuela. El hombre
realmente valiente es el que desafía a tiranías jóvenes como la mañana y
frescas como las flores. El único librepensador auténtico es aquel cuyo
intelecto está tan liberado del futuro como del pasado. Se preocupa tan poco de
lo que será como de lo que ha sido; se preocupa sólo por lo que debería ser.
En fin, lo
dejo, pues si continuo leyendo a Chesterton y resumiendo lo que dice no
terminaría.
P.D.: Parece que al final el día se esta arreglando,
veremos mañana.
Buenas noches.
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