sábado, 24 de abril de 2021

¿Espera ese viaje? ¿Le esperamos?

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)

Lo dicen la gran mayoría de cicloturistas y, es verdad, aunque es una verdad que se debe de explicar con tranquilidad; que no es necesario estar muy preparado físicamente para emprender un viaje de gran recorrido. Pues la forma física necesaria la vamos adquiriendo con el lento transcurrir de los días.

Sin embargo, si tenemos tiempo y el viaje se debe retrasar varios meses no esta mal ir adquiriendo un poco de forma, por ejemplo, utilizar la bicicleta como medio de transporte habitual y si es posible, a mi me gusta, salir a correr un poco.

Y esto es lo que estoy haciendo, mientras espero que llegue julio o agosto para ponernos en marcha hacia algún lugar. Una espera activa.

Se que en estos días no estoy solo en esta espera, en muchos lugares hombres y mujeres esperan, esperan que la covid-19 nos permita realizar la vida que teníamos pensada y como no, soñada. Esperan. Esperamos. ¿Qué esperan? ¿Qué esperamos? Cada uno espera a alguien, algo.

Esperan. ¿Cuándo llegará eso que esperan? El tiempo pasa, los minutos, las horas, los días se hacen eternos. Los ojos giran y giran para descubrir el momento de la llegada anhelada. Unos esperan y otros son esperados. Quien camina hacia su cita sólo desea una cosa: que le estén esperando. Es triste llegar y no encontrar nada o a nadie. Causa un dolor inmenso descubrir que ese día que tanto esperábamos ya no nos permitirá realizar eso que quisimos.

Esperar y ser esperado. Podemos preguntarnos ahora: ¿Espera ese viaje? ¿Le esperamos?

Sin embargo, solamente siendo consciente de la espera es posible la ilusión. Esa expectativa no es posible sin tener una referencia a algo que ya tenemos, sea lo que sea lo que esperamos ya lo tenemos dentro de nosotros y, este es el marco donde se aloja la ilusión hacia lo que esperamos, que será nueva porque no se parte de cero. Me parece que este es el esquema principal que nos permite comprender el placer que nos causa ir repitiendo todo aquello que nos hace ilusión o que nos gusta, desde ese viaje en bicicleta hasta esa comida que tanto nos agrada.

Sobre ese fondo, llegamos a la conclusión que lo importante no es otra cosa la “anticipación”; nos ilusiona lo que va a llegar, lo que va a venir, lo que va a acontecer; bien porque algo se acerque hasta mí, o porque yo salga a su encuentro: en un caso o en otro, va a aparecer en el área de mi vida. La diferencia de tiempo modifica la cualidad de la ilusión: cuando su realización aparece como lejana, se refuerza la espera y se convierte en el objeto de la ilusión. Supongamos, como ahora, que anticipo la llegada de un viaje por el que siento una especial ilusión, y sé que va a tardar; si verdaderamente cuento con que lo realizaré, me instalo en esa espera, la vivo ilusionadamente, vacilando entre el anhelo de su cumplimiento y el goce de la anticipación que a la vez se querría prolongar.

Cuando el tiempo que nos separa de la realización de la ilusión es breve, como cuando faltan pocos días para ponernos en marcha, la ilusión se matiza de “impaciencia”, sentimiento sin duda agridulce, que intensifica esa ilusión y a la vez la hace hasta dolorosa. Si en ese momento se añade la inseguridad, las restricciones nos lo pueden impedir, si el cumplimiento parece dudoso, el proyecto se trastorna intensamente: por una parte, se agudiza, casi angustiosamente, la expectativa ilusionada; se siente, más o menos confusamente, que, si se quiebra el viaje, no va a saber uno adonde volverse, no va a saber qué hacer. Tendrá que volver a empezar, diciéndose “otra vez será”, buscando recursos y energías para ese aplazamiento; o tal vez se verá obligado a renunciar y procurar una nueva orientación vital.

También hay un momento en que la expectativa adquiere un nuevo carácter: la “inmediatez”. Eso que nos ilusiona está a punto de ocurrir. La ilusión experimenta otro cambio. Se acentúa, extrema su tensión, hasta hacerse a la vez placentera y penosa; al mismo tiempo surge un elemento de temor. ¿A qué? No, como antes, a que no se cumpla; más bien a que no cumpla su promesa, a que no responda a la anticipación, a la intensidad con que se estaba aguardando la realización. Es el temor a que la ilusión quede por debajo de sí misma al cumplirse, a que resulte una “desilusión”.

Si este temor es vano, si la ilusión se sostiene y soporta su puesta al día, ese cumplimiento es probablemente la culminación de la vida humana. Ningún goce es comparable al que es “cumplimiento de una ilusión”; es ella la que le da su máxima intensidad, su calidad más alta, precisamente porque lo vincula a la vida, lo identifica al menos con una parte de nuestro proyecto personal, hace que en ese placer el yo se encuentre y se reconozca a sí mismo con lo que verdaderamente es.

Sin embargo, la vida no cesa ni se detiene. Ese regusto de eternidad que tiene la ilusión cumplida no puede encubrir la brevedad real de la vida y como una sombra, se proyecta sobre la ilusión realizada la inquietud por su brevedad. El deseo de eternidad se junta con la sospecha o la certeza de que eso no es posible. Por eso la alegría y la melancolía son inseparables dentro de la ilusión. Por ser un fenómeno que es a la vez personal y temporal, aparecen en ella inseparables la necesidad de eternidad y la evidencia de que el tiempo seguirá pasando.

 Por eso decía Julián Marías que la ilusión, lejos de ser un fenómeno psíquico, un mero estado de ánimo es un acontecimiento dramático de la vida humana. Un acontecimiento que nos llevará como tantos otros a buscar respuestas a nuestras preguntas básicas.

Buenos días.  

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