“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
Lo
dicen la gran mayoría de cicloturistas y, es verdad, aunque es una verdad que
se debe de explicar con tranquilidad; que no es necesario estar muy preparado físicamente
para emprender un viaje de gran recorrido. Pues la forma física necesaria la
vamos adquiriendo con el lento transcurrir de los días.
Sin
embargo, si tenemos tiempo y el viaje se debe retrasar varios meses no esta mal
ir adquiriendo un poco de forma, por ejemplo, utilizar la bicicleta como medio
de transporte habitual y si es posible, a mi me gusta, salir a correr un poco.
Y
esto es lo que estoy haciendo, mientras espero que llegue julio o agosto para
ponernos en marcha hacia algún lugar. Una espera activa.
Se
que en estos días no estoy solo en esta espera, en muchos lugares hombres y
mujeres esperan, esperan que la covid-19 nos permita realizar la vida que teníamos
pensada y como no, soñada. Esperan. Esperamos. ¿Qué esperan? ¿Qué esperamos? Cada
uno espera a alguien, algo.
Esperan.
¿Cuándo llegará eso que esperan? El tiempo pasa, los minutos, las horas, los
días se hacen eternos. Los ojos giran y giran para descubrir el momento de la
llegada anhelada. Unos esperan y otros son esperados. Quien camina hacia su
cita sólo desea una cosa: que le estén esperando. Es triste llegar y no
encontrar nada o a nadie. Causa un dolor inmenso descubrir que ese día que
tanto esperábamos ya no nos permitirá realizar eso que quisimos.
Esperar
y ser esperado. Podemos preguntarnos ahora: ¿Espera ese viaje? ¿Le esperamos?
Sin
embargo, solamente siendo consciente de la espera es posible la ilusión. Esa
expectativa no es posible sin tener una referencia a algo que ya tenemos, sea
lo que sea lo que esperamos ya lo tenemos dentro de nosotros y, este es el
marco donde se aloja la ilusión hacia lo que esperamos, que será nueva porque no
se parte de cero. Me parece que este es el esquema principal que nos permite
comprender el placer que nos causa ir repitiendo todo aquello que nos hace ilusión
o que nos gusta, desde ese viaje en bicicleta hasta esa comida que tanto nos
agrada.
Sobre
ese fondo, llegamos a la conclusión que lo importante no es otra cosa la “anticipación”;
nos ilusiona lo que va a llegar, lo que va a venir, lo que va a acontecer; bien
porque algo se acerque hasta mí, o porque yo salga a su encuentro: en un caso o
en otro, va a aparecer en el área de mi vida. La diferencia de tiempo modifica
la cualidad de la ilusión: cuando su realización aparece como lejana, se refuerza
la espera y se convierte en el objeto de la ilusión. Supongamos, como ahora, que
anticipo la llegada de un viaje por el que siento una especial ilusión, y sé que
va a tardar; si verdaderamente cuento con que lo realizaré, me instalo en esa
espera, la vivo ilusionadamente, vacilando entre el anhelo de su cumplimiento y
el goce de la anticipación que a la vez se querría prolongar.
Cuando
el tiempo que nos separa de la realización de la ilusión es breve, como cuando
faltan pocos días para ponernos en marcha, la ilusión se matiza de “impaciencia”, sentimiento
sin duda agridulce, que intensifica esa ilusión y a la vez la hace hasta dolorosa.
Si en ese momento se añade la inseguridad, las restricciones nos lo pueden
impedir, si el cumplimiento parece dudoso, el proyecto se trastorna
intensamente: por una parte, se agudiza, casi angustiosamente, la expectativa
ilusionada; se siente, más o menos confusamente, que, si se quiebra el viaje,
no va a saber uno adonde volverse, no va a saber qué hacer. Tendrá que volver a
empezar, diciéndose “otra vez será”, buscando recursos y energías para ese
aplazamiento; o tal vez se verá obligado a renunciar y procurar una nueva
orientación vital.
También
hay un momento en que la expectativa adquiere un nuevo carácter: la “inmediatez”. Eso
que nos ilusiona está a punto de ocurrir. La ilusión experimenta
otro cambio. Se acentúa, extrema su tensión, hasta hacerse a la vez placentera
y penosa; al mismo tiempo surge un elemento de temor. ¿A qué?
No, como antes, a que no se cumpla; más bien a que no cumpla su promesa, a que
no responda a la anticipación, a la intensidad con que se estaba aguardando la
realización. Es el temor a que la ilusión quede por debajo de sí misma al cumplirse,
a que resulte una “desilusión”.
Si
este temor es vano, si la ilusión se sostiene y soporta su puesta al día, ese
cumplimiento es probablemente la culminación de la vida humana. Ningún goce es
comparable al que es “cumplimiento de una ilusión”; es ella la que le da su máxima
intensidad, su calidad más alta, precisamente porque lo vincula a la vida, lo
identifica al menos con una parte de nuestro proyecto personal, hace que en ese
placer el yo se encuentre y se reconozca a sí mismo con lo que verdaderamente
es.
Sin
embargo, la vida no cesa ni se detiene. Ese regusto de eternidad que tiene la
ilusión cumplida no puede encubrir la brevedad real de la vida y como una
sombra, se proyecta sobre la ilusión realizada la inquietud por su brevedad. El
deseo de eternidad se junta con la sospecha o la certeza de que eso no es
posible. Por eso la alegría y la melancolía son inseparables dentro de la
ilusión. Por ser un fenómeno que es a la vez personal y temporal, aparecen en
ella inseparables la necesidad de eternidad y la evidencia de que el
tiempo seguirá pasando.
Por eso decía Julián Marías que la ilusión,
lejos de ser un fenómeno psíquico, un mero estado de ánimo es un acontecimiento
dramático de la vida humana. Un acontecimiento que nos llevará como tantos
otros a buscar respuestas a nuestras preguntas básicas.
Buenos
días.
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