Ayer por la tarde recordé esa frase que más o menos nos viene a decir que; “lo que no te mata te hace más fuerte”. Es una frase que me parece es de Friedrich Nietzsche y que suena bien pero que sin embargo no siempre se cumple. A veces, nos llegan los momentos malos y no conseguimos aprender nada de ellos. Tengo confianza en que estos malos momentos que nos esta provocando la covid-19, nos enseñe algo y nos haga más fuertes.
Pongo mi esperanza en que
la covid-19 nos enseñará algo que las generaciones pasadas no necesitaron que
les enseñaran, sino que ya conocían a través de su experiencia vivida; esto es,
que no somos invulnerables, que no estamos libres de la amenaza de padecer
enfermedades, desfallecimientos y muerte. Resumiendo, todo lo que nuestra
sociedad actual puede ofrecernos sobre tecnología, medicina, nutrición y toda
clase de seguridades no nos dispensa de ser frágiles y vulnerables. La covid-19
nos ha enseñado eso. Nosotros al igual que todos los que alguna vez han pisado
esta tierra somos vulnerables.
Tengo
suficientes años para haber conocido como mis abuelos habían vivido con miedo,
no todo saludable, pero sí todo real. La vida era frágil. Dar a luz a un niño
podía significar tu muerte. Una gripe o un virus podía matarte, y tenías poca
defensa contra ello. Podías morir joven de una enfermedad del corazón, cáncer,
diabetes, mala higiene y docenas de otras cosas. La gente vivía con una
sensación de que la vida y la salud eran frágiles, que no debían ser dadas por
supuestas.
Solo
más tarde, cuando nacieron mis padres aparecieron las vacunas, la penicilina,
mejores hospitales, mejores medicinas, un parto más seguro, una mejor
nutrición, mejor servicio sanitario, mejores carreteras, mejores coches y mejor
sistema de seguros contra todo: desde el seguro de desempleo, la jubilación,
seguros ante desastres de cualquier clase. Y unido a todo eso, nos llegó una
sensación cada vez mayor de que estamos protegidos, a salvo, seguros. Diferentes
a nuestras anteriores generaciones, capaces de cuidar de nosotros mismos y ya
no tan vulnerables como estaban las generaciones anteriores a nosotros.
En
una gran parte todo eso es cierto, al menos en lo que se refiere a nuestra
salud física y a la seguridad. Está claro que, de muchas formas, somos mucho
menos vulnerables que las generaciones anteriores. Pero, como la Covid-19 ha
puesto de manifiesto, esto no es un lugar totalmente seguro. A pesar de mucha crítica
y protesta, hemos tenido que aceptar que ahora vivimos como lo hicieron todos
antes que nosotros, esto es, como incapaces de garantizar la propia salud y
seguridad. Por todas las espantosas cosas que la Covid-19 nos ha hecho, ha
ayudado a desvanecer una ilusión, la ilusión de nuestra propia
invulnerabilidad. Somos frágiles, vulnerables, mortales.
A
primera vista, esto nos parece una cosa mala; no lo es. Una desilusión por lo
general es el desvanecimiento de una ilusión, y hemos estado durante demasiado
tiempo viviendo una ilusión, esto es, viviendo bajo la creencia de que las
amenazas de lo antiguo ya no tienen el poder de tocarnos. ¡Y qué equivocados
estamos! Ahora debe haber más de 70 millones de infectados por la covid-19 y ha
habido, de momento, más de 1,6 millones de muertos. Además, tasas muy altas de infecciones
y muerte han estado en aquellos países, como el nuestro, que consideraríamos
los más invulnerables, países que tienen los mejores hospitales y los más altos
estándares de medicina para protegernos. Eso sería una llamada de atención. Por
todas las cosas buenas que nuestro mundo moderno y posmoderno pueda darnos, al
final no puede protegernos de todo, aun cuando nos dé la sensación de que
puede.
Esta
pandemia nos ha puesto “fuera de juego”; ha desvanecido una ilusión, la de
nuestra propia invulnerabilidad. ¿Qué hay que aprender? En resumen, que nuestra
generación debe tomar su lugar con todas las otras generaciones, reconociendo
que no podemos dar por supuesta la vida, la salud, la familia, el trabajo, la
comunidad, el viaje, la recreación, la libertad de reunión e incluso la
libertad de acudir a la iglesia. La Covid-19 nos ha mostrado que no somos los
dueños de la vida y que nuestra fragilidad es todavía una parte de nosotros,
aun en este mundo moderno y posmoderno.
Nos
han enseñado desde niños, al menos a mí que, como humanos, no somos autosuficientes.
Somos dependientes, interdependientes y lo suficientemente mortales para sentir
miedo ante la próxima cita con nuestro médico. Las generaciones anteriores,
porque carecían de nuestro conocimiento médico, de nuestros médicos, de
nuestros hospitales, de nuestros patrones de higiene, de nuestras medicinas, de
nuestras vacunas y de nuestros antibióticos, sintieron existencialmente su
contingencia. Sabían que no eran autosuficientes, y que la vida y la salud no
podían darlas por supuestas. Yo no les envidio nada del falso temor que vino
con eso, pero sí les envidio no vivir bajo un manto de falsa seguridad. Nuestro
mundo contemporáneo, por todas las buenas cosas que nos da, nos ha adormecido
en términos de nuestra fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad.
La
Covid-19 es una llamada a despertarnos, no sólo al hecho de que somos
vulnerables, sino especialmente al hecho de que no podemos dar por supuestos
los preciados dones de salud, familia, trabajo, comunidad, viaje, recreación,
libertad de reunirnos y (sí) incluso de acudir a la iglesia.
Buenos
días.
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