“Entrar en el mundo de la acción es entrar en el mundo de los límites” (G. K. Chesterton)
Al igual que los ciclo-viajeros, que nos sentimos libres cuando viajamos y que amamos nuestra libertad, muchas otras personas aman su libertad, pero también una gran mayoría de los que la aman no saben bien lo qué es. Y es que es fácil encontrarse con muchas personas que confunden la verdadera libertad con la “libertad” física, esa del gato desatado tras la gata. Pero, el gato no es libre: no puede escoger sino sólo actuar según sus necesidades. Un león no puede sino cazar si tiene hambre. De hecho, ni razona ni es libre en el sentido humano de la palabra. Sigue ineludiblemente sus impulsos como la Luna sigue su ruta alrededor de la Tierra.
Sin embargo, para las personas,
es pues otra cosa. Si bien muchas veces, como el león, respondemos a nuestros
impulsos sin pensarlo, en la mayoría de las ocasiones solemos más bien actuar sabiendo
lo que hacemos y escogiendo lo que nos conviene. Si nos da la gana podemos,
frente a nuestra “presa”, elegir no hacer nada, o cogerla y convertirla en
nuestra mascota. Por eso, el hombre es libre no simplemente porque nos movemos
libremente. Lo somos porque controlamos nuestros impulsos y escogemos.
Es más, lo hacemos no sólo
conscientemente, sino también con ingenio: podemos pararnos, inventar una
pistola, y dispararle a nuestro blanco. A esto se le llama libre arbitrio, una
facultad exclusiva del ser humano entre todas las criaturas del mundo material.
Esta libertad, curiosamente, la
niegan muchos hombres, pues piensan que no somos más que el resultado de
casualidades y combinaciones accidentales de átomos y nuestra vida se rige solo
por las leyes “ineludibles” de la materia. Hay también personas religiosas que
niegan el libre arbitrio porque, dicen, no hay manera de elegir una cosa u otra
para dirigir nuestra vida en un sentido u otro, si Dios lo tiene ya todo
preestablecido desde el principio de los tiempos. Por ello sólo defienden el
“libre examen”, es decir, el “libre-pensar” (sea verdad o no) sobre lo que Dios
previó desde siempre para nosotros, pero no el escoger y diseñar nuestro camino
con conocimiento cierto y voluntad libre de lo que hacemos.
Si aplicamos el sentido común, llegaremos
a la conclusión que es un sinsentido obtener un premio o un castigo si no se
puede escoger, a sabiendas, lo que está bien o lo que está mal. Y entenderemos que
perderemos nuestra libertad cuando escogemos el mal, es decir, no el bien que nos
dictó nuestra razón y podemos conseguir con nuestra voluntad.
Y es que, si no puedo actuar
según estas facultades, lo más probable es que sea esclavo de mis impulsos y de
mis vicios. Mis facultades estarán entonces estropeadas y, sin poder escoger
bien, pierdo la libertad moral. Por ejemplo, les ocurre a los borrachos, a los iracundos
y en general a los que no han formado adecuadamente su razón y voluntad.
Si observamos podemos darnos
cuenta de que se priva a los menores de edad de algunos derechos civiles;
votar, conducir… en algunos países también se les priva a los borrachos
consuetudinarios, a los prófugos de la justica; a los menores de edad, por no
gozar aún de la capacidad plena de pensar y obrar razonablemente, al resto, por
haber perdido dicha capacidad.
Con esto, podemos decir también que
la libertad política se basa, por tanto, en la libertad moral, hasta tal punto
esto es así, que algunos cargos públicos, por ejemplo, los magistrados de la
corte de justicia se reservan a personas cuya formación les permita cumplir con
las responsabilidades especiales del puesto.
Entonces, para fortalecer la
libertad política, si es que la queremos realmente, el Estado debería promover las
virtudes que permiten la libertad moral que hace posible aquélla. Y debe
respetar la libertad de todo credo y religión.
Buenos días.
Imagen de David Schwarzenberg en Pixabay
No hay comentarios:
Publicar un comentario