“El amplio objeto de un viaje no es poner el pie en tierra extraña; es poner el pie, al fin, en nuestro propio país como en una tierra extraña” (G. K. Chesterton)
Camino de Geiranger. 29 de agosto
de 2024.
Sí. Me hace falta. De vez en
cuanto hace falta un momento regalado. Un paseo que me conduzca a ningún sitio.
Un rato para concentrarme en mis pensamientos desconectando mis sentidos, para
pensar en nada, para reír sin motivo. Hace falta abandonarme y dejar de estar
alerta, falta un momento sereno en el que no haya nada que mostrar, unos
momentos de sinceridad sin elegir. Hace falta perder un poco el tiempo, estar
en silencio, para encontrarse. Y por eso a veces hay que detenerse.
Todo lo anterior está muy bien,
pero creo que esos momentos son complicados, no es fácil enfrentarse a ellos.
Plantearse preguntas y no encontrar ninguna respuesta sino un silencio
inquebrantable, es duro. Ese silencio incomoda y frustra, y cuanto más se
prolonga más disgusta. Además, la frustración se va retroalimentando, haciendo
que cada vez te encuentres más desesperado y empiezas a hablar solo sin esperar
ya ninguna respuesta.
Sin embargo, hay situaciones en
las que esos silencios sin respuesta no molestan, es más, suceden cuando te
encuentras junto a una persona a la que quieres mucho, puedes estar en silencio
durante horas sin llegar a sentirte incomodo, ya sea en el coche, cocinando o
tirados en un sofá. No existe ningún tipo de presión de llenar el silencio,
sino que puedes estar haciendo cosas compartiendo espacio y tiempo, siendo la compañía
del otro más que suficiente.
Por ello me gustaría aprender a degustar
y enfrentarme a esos silencios solitarios en vez de huir de ellos. Aprender a estar
acompañado estando solo. Es verdad que en alguna ocasión he intentado mirar en
mi interior para descubrir, para saber, y para reconocer que siento. Me han
animado con insistencia y con mucha razón a poner atención a esa vida interior,
más o menos descontrolada, que se mueve por mis entrañas. Algunas veces a
valido la pena, es una labor ardua que implica aceptar y dar por validas
nuestras heridas y nuestros miedos, y con ello se consigue una cierta paz y en
algunos casos consuelo.
Ese, piensa en ti. Conócete.
Acéptate. Abraza lo que eres. Nos lleva, poco a poco, a ir desenmarañando
conflictos y resolviendo desasosiegos. Y es verdad que en cierta medida funciona,
es que no nos hace ningún bien estar constantemente apartados de lo que nos
ocurre por dentro. No podemos tener una vida que deje continuamente en la sombra
aquello que pensamos, sentimos o queremos. Quizás seamos capaces de estar así
algún tiempo; quizás es posible que necesitemos sobrevivir así en algunos
momentos. Pero a la larga tal división es que, simplemente, no funciona.
Y, sin embargo, hay algo en lo que
me gustaría hacer hincapié y que no suelo escuchar mucho y es que muchas veces
no basta con mirarse por dentro. Que, curiosamente, muchas de nuestras
preocupaciones se ordenan si, de alguna manera, somos capaces de aislarlas. Que
nuestro mundo interior también se puede arreglar si somos capaces de enfocarlo
hacia fuera. Sí, en esos momentos en los que la vida de otra persona pasa a
importante incluso más que tu propia vida. Cuando piensas en los demás, cuando
conoces los problemas de otros, cuando te unes a su vida, cuando compartes sus
miedos. Porque al final resulta que es amando como somos capaces de renacer,
como vamos a comenzar a ver las cosas de nuevo.
A veces, quitando nuestro foco de
atención en nosotros es como mejor se resuelven nuestros problemas.
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