“El amplio objeto de un viaje no es poner el pie en tierra extraña; es poner el pie, al fin, en nuestro propio país como en una tierra extraña” (G. K. Chesterton)
Camino de Geiranger. 28 de agosto
de 2024.
Me gusta recordar cada vez que empiezo
a preparar un viaje el fragmento de “Alicia en el país de las maravillas” en
donde se puede leer una parte de la conversación de Alicia con el gato Cheshire
y que viene a decir que si no te importa el lugar al que quieres llegar tampoco
importa la dirección que tomes.
La conversación es la siguiente: “Minino
de Cheshire, podrías decirme, por favor, ¿qué camino debo seguir para salir de
aquí?
– Esto depende en gran parte
del sitio al que quieras llegar – dijo el Gato.
– No me importa mucho el sitio…
– dijo Alicia.
– Entonces tampoco importa
mucho el camino que tomes – dijo el Gato.”
La pregunta que hace Alicia sobre
que camino tomar, sin saber muy bien hacia dónde va, es una alegoría preciosa
de lo que nos pasa continuamente a los viajeros; y la respuesta del gato
evidencia que la falta de propósito en los viajes hace que deambulemos sin
rumbo y sin sentido.
Por norma general cuando
preparamos un viaje solemos hacer una especie de prólogo del viaje cuando lo
que deberíamos de hacer es un preámbulo. Debemos considerar lo que hay antes
del viaje. Averiguar, quién sabe por qué razones nos ronda por la cabeza la
ocurrencia de ir en bicicleta a un lugar.
Desde hace algunos años me
preocupan dos cosas que tienen relación con mis viajes en bicicleta, por una
parte, que nos encontramos sumidos en una gran crisis de identidad, de falta de
claridad y esto veo que me afecta a la hora de tomar decisiones. No solo, por
supuesto me sucede a mi como ciclo-viajero sino a casi toda la sociedad en la
que me muevo. Por otra parte, como ciclo-viajero, me inquieta que entre la gran
cantidad de información que existe en las redes y en todos los lugares, no
hubiera algo que me parece simple y natural: una guía mental para el viaje.
Dejando a un lado la casi totalidad de la información practica para el viaje,
algunas de ellas muy útiles, el ciclo-viajero no tiene a su alcance una información
que le introduzca en la comprensión de la naturaleza de su viaje, comprensión
que se disuelve en toda la información turística del lugar al que queremos ir y
con todo lo que nos vamos a encontrar para llegar a él.
Ya sé que tengo algunos viajes
realizados y que puede parecer que ya no me hace falta reflexionar cada vez sobre
lo que mueve a salir de casa con la bicicleta, pero lo que nos parece que ya
sabemos y sobre lo que nos parece superflua toda reflexión es posible que
esconda un secreto que espera ser descubierto. Decía Chesterton que: “En lo
más secreto de los libros de la vida hay escrita una ley y es ésta: si miras
una cosa novecientas noventa y nueve veces, estás completamente seguro, pero si
la miras de nuevo, por milésima vez, entonces corres el espantoso riesgo de
verla por primera vez”.
Existe en la mayoría de nosotros
una llamada a salir de nuestro hogar para poseer de nuevo nuestra vida. El
hombre es así y no puede cambiar. Sin embargo, eso no quiere decir que esa
cabezonería en abandonar nuestra tierra para volvernos a encontrar con nuestra
esencia se sobreponga a cualquier otra con la que se comienza un viaje.
El ciclo-viajero puede echarse a
pedalear motivado por mil razones suficientes para hacerle abandonar su casa,
pero inadecuadas para dar razón de su marcha. El viajero puede encontrar a lo
largo de los días de viaje la verdadera razón de su viaje, el auténtico destino
de sus pasos. Ocasiones no van a faltar, sobre todo si viajamos solos.
El cuerpo de un viaje se funda en
su familiaridad con nuestra naturaleza física. Está hecho de todas las oportunidades
y beneficios que se reciben por el hecho de encontrarse pedaleando: la alegría
vital, la claridad de la inteligencia, la energía física, pero también la
ruptura con las ataduras y las costumbres cotidianas, la liberación de la
tiranía del reloj, la fraternidad innata y sorprendente con los demás
ciclo-viajeros, hasta ayer desconocidos.
A veces cambiar de aires es saludable,
a menudo las personas nos volvemos mejores si por un tiempo abandonamos nuestro
hábitat cotidiano y nos marchamos por ejemplo a un país extranjero separados de
nuestros amigos y ocupaciones. De nada nos sirven allí el mérito personal ni
las influencias familiares, estamos solos y tenemos la ocasión de pensar y
practicar la humildad. Nuestra forma de expresarnos cambia y nos encontramos
con unas costumbres desconocidas que rompen las nuestras. Una soledad nueva nos
invade, lo que nos lleva a ser más caritativos viendo amigos en todos los
lugares, las personas nos parecen más piadosas, justas e inocentes.